Michael dreams, curses, and counts in Castillian Spanish.1 He obtained his Master’s in Literary Translation at La Universidad Complutense de Madrid, where he specialized in self-translation from English to Spanish. Michael now focuses on translating French and Spanish to English. He charges $0.20 per word.


  1. In other words: Spain Spanish, as opposed to Latin American Spanish. They're mutually intelligible but instantly distinguishable, much like British and American English.  

El sol se ponía tras el pueblo de Masi. Desapareció detrás de la torre de agua, y luego por debajo del horizonte, y justo entonces empieza nuestro cuento. Los cuentos no suelen empezar al final del día, pero este sí, porque las anormalidades de este lugar, al parecer, parecen padecer un caso de miedo escénico. Lo interesante solo sucede cuando la gente no está mirando, pero no te hagas una idea equivocada; pasan muchas cosas muy interesantes por aquí. La mayoría de la gente de Masi no lo sabe, claro, pero los que sí lo saben prefieren que sea así.

Como sucede todas las noches en Masi, todo estaba muy tranquilo. Se podían escuchar grillos cantar en la hierba y algún que otro graznido de los gansos en el estanque. Si esperabas un ratito más a que llegase la gente a casa, podrías escuchar cómo bajaban las persianas, una tras otra, como si una bandada tras otra de palomas plásticas echasen a volar, hasta que todo el mundo estaba en pijama, hecho un ovillo de lana entre las sábanas.

Todo el mundo se acuesta a la misma hora en este pueblo. A esta gente le gusta tener una rutina. De hecho, cada rutina incluye un bloque de tiempo dedicado a la contemplación de cuánto gusta tener una rutina. ¡Qué gente más eficiente! Mañana, tomarán el café en la taza de siempre, con las mismas cantidades de azúcar y leche, medidas con suma precisión. Vestirán y se vestirán igual que todos los días, y se lavarán los dientes con medidas exactas de tiempo y pasta. Para la gente de Masi, no hay mejor manera de comenzar el día. Es que aquí jamás ha hecho falta decirle a alguien que quizás se haya levantando con el pie izquierdo, porque la rutina de cada uno siempre estipula con qué pie hay que levantarse. ¿Y eso de comenzar con el pie izquierdo? Pues tampoco. Cada pie en que piensen, sea el que sea el pie dado, desde la piedad hasta las piedras que se pierden en el piélago, o el de quien pone el pie en un lago, hasta el pie de un murciélago, o de un inca, la rutina les hace hincapié en una nota a pie de página. Tal predictibilidad ayuda a la gente de Masi a dormir tranquila y profundamente. De hecho, cuando el telediario de la noche les desea las buenas noches con un último anuncio sobre atún enlatado, siempre hay 416 cabezas posadas en 416 almohadas.

Pero claro, eso solo te puede interesar si sabes que Masi tiene una población de 417.

Mientras el resto del pueblo se ocupaba de soñar con lugares exóticos llenos de calles doradas y unicornios que hablaban y piruletos (así se llama el árbol que da la piruleta, por si no lo sabías), Lalo, un muchacho bastante precoz de diez años, apoyaba sus codos en el alféizar de la ventana de su cuarto, apretando la nariz contra el cristal. A Lalo no le corría prisa llegar al REM, pues sus sueños nunca trataban de cataratas de chocolate, o de teletransporte, o de extraterrestres. Anoche soñó que sus padres habían pintado una pared de la cocina de amarillo canario y otra de amarillo plátano. Él estaba allí, brazos cruzados, ceño fruncido, sopesando las opciones, a ver cuál tono le convencía más («El amarillo plátano es un pelín más cálido, pero es que el otro queda tan clásico que tampoco se puede descartar a la ligera...»). Por muy aburridos que fueran sus sueños, a Lalo no le molestaba porque, para él, Masi era demasiado interesante como para preocuparse de inventar intrigas imaginarias.

El cuarto de Lalo se hallaba en la parte más alta de la casa, de ahí que pudiera observar casi todo el pueblo desde su ventana. A veces contemplaba las casas, y a veces estudiaba las estrellas, pero esta noche era algo totalmente distinto lo que le había llamado la atención. Una furgoneta oscura bajaba sigilosamente por la plácida calle principal, algo que extrañaba bastante a Lalo, dado que a esas horas las calles solían estar totalmente desiertas. No podía arrancar sus curiosos ojos de aquel misterioso vehículo, cuyas luces de freno le devolvían la mirada fija. La furgoneta seguía una ruta que Lalo ya había recorrido un sinnúmero de veces. «Es el camino al colegio» se susurró, empañando el cristal con su aliento. «¿Qué pintará esa furgoneta allí a las mil quinientas?».

Poco tiempo después, perdió de vista a la furgoneta cuando esta desapareció detrás del colegio. Entornaba los ojos y la buscaba insistentemente entre las sombras, pero tras unos minutos sin novedad, despegó la frente de la ventana y se rindió. Ya era muy tarde, y desde la última vez que se había fijado en ella, su cama se había convertido en un sitio con pinta de paraíso1. Sus ojos le pesaban como si llevase rímel de hormigón. Se arrastró hasta las sábanas, se envolvió en ellas, dejó que se le cerrasen los ojos, y...

¡¡¡ZAS!!! La mañana llegó como una colleja propinada por el más bruto de sexto. Lalo se liberó de su capullo de sábanas retorciéndose y se puso las zapatillas de conejito. Bajó a la cocina, donde encontró a su padre triturando tomates y a su madre sentada en la mesa con una taza de café (que contenía, desde luego, exactamente cien mililitros de leche y una cucharada de azúcar).
—¡Buenos días, mi vida! ¿Qué tal has dormido? —preguntó la madre de Lalo, levantándose para darle un beso de buenos días. Siempre le hacía la misma pregunta, y Lalo siempre le contestaba igual:
—¡Buenos días, mamá! He dormido muy bien. ¿Y tú?
—Yo también, cielo —le contestó con una sonrisa cariñosa.
Lalo se sentó a la mesa y su padre colocó una bandeja con tostadas, aceite de oliva, tomate natural y varias mermeladas delante de él. Como era domingo, Lalo cogió el periódico en busca del dominical. Mientras hojeaba el periódico, escuchó a su padre preguntar:
—Eh, ¿oléis eso? ¿A qué huele?
Lalo miró de reojo a su madre mientras ella ponía los ojos en blanco.
—En serio —siguió su padre, ahora con un poco más de urgencia—, ¿a que huele a quemado? Dicen que es una señal de que te va a dar un infarto. Esto es un problema. Algo va mal, muy mal. ¿Me está dando un infarto? Cariño, llama a la ambulancia. Tranquilos, eh, no os preocupéis. No va a pasar nada. No le pasa nada a Papá. Papá está bien. Cariño, creo que me está dando un infarto.
—Cariño, no te está dando un infarto —dijo la madre de Lalo todavía con la sonrisa de antes—. Se te están quemando las tostadas.
—¡Papá! ¿Cuántas veces llevamos ya este mes? ¿Tres? —dijo Lalo, bajando el dominical y sacudiendo la cabeza.
—Toda precaución es poca —dijo el padre de Lalo entre dientes, sacando las ennegrecidas tostadas de la tostadora y dejándolas caer en su plato.
Antes de que pudieran chincharlo satisfactoriamente, el sonido del timbre interrumpió el momento. Lalo dejó el periódico en la mesa, se puso de pie de un brinco y se fue a investigar la causa. Los conejitos de sus zapatillas daban brincos hacia la puerta que, al abrirse, reveló una muchacha de diez años y medio, vestida con un esplendoroso vestido amarillo hábilmente complementado con un bolso azul enorme colgado del hombro.

—¡Muy buenos días, Gonzalo! Espero que te halles en buen estado de ánimo hoy, pues tenemos mucho que hacer. Toma, cógeme esto.

La niña hundió su mano en el bolso, extrajo algo, lo lanzó a Lalo y entró en la casa de un salto. Empezó a andar resueltamente hacia la cocina mientras Lalo se ocupaba de atrapar e identificar aquello que fuera lo que se le había antojado lanzarle.

—Hola Anabel... eh, adelante —dijo, cerrando la puerta y preguntándose cómo un pueblo tan rígidamente planificado había llegado a producir una habitante cuya agenda estaba totalmente vacía, salvo por la palabra «IMPROVISAR» sellada en el centro de cada página.

Lalo dio media vuelta y salió corriendo tras su amiga, esa criatura a medio camino entre un ser humano y una bengala. A estas alturas de la situación, Lalo seguía sin tener muy claro cómo Anabel se había hecho con una lupa anticuada ni por qué tenía que llevarla él, pero tales cuestiones tendrían que abordarse más adelante. Anabel tomó asiento en la mesa y saludó a los padres de Lalo con una sonrisa tan grande que parecía propia de un anuncio de dentífrico.
—Buenos días Anabel, ay, ¡qué guapa estás con tu vestido! —exclamó la madre de Lalo mientras preparaba un zumo de naranja para la invitada.
—Muy, muy buenos días, señora Soler, y muchas gracias, usted es muy amable. ¡Lo he estrenado hoy! —añadió, y entonces se dirigió al padre de Lalo, que estaba mordiendo, penosamente, su tostada de color azabache—. ¿Y cómo está usted esta mañana? ¿Hay noticias con respecto al asunto de su corazón? —le preguntó.
—Nada más que una falsa alarma —contestó el padre, mientras quitaba de su regazo migas que parecían fragmentos de carbón.
—Bueno, pues toda precaución es poca, ¿verdad? —respondió Anabel, con su voz alegre y cantarina.
Se giró y miró a Lalo,
—Siempre digo eso, ¿a que sí Gonzalo,? ¿a que siempre lo digo?
Anabel terminó su vaso de zumo de un trago y fue a dejar el vaso vacío en el fregadero.
—Muchas gracias por el exquisito vaso de zumo. Con su permiso, me gustaría llevarme a Gonzalo a una aventura. Hemos de comenzarla ya mismo si es que queremos regresar a tiempo para comer.
Consintieron los padres de Lalo, bajo la consabida condición de que tuvieran cuidado. Los niños aceptaron el trato y en cuanto Lalo pudo encontrar ropa más idónea para una tarde de aventuras, se marcharon.

Los dos niños deambulaban por el barrio, cazando una mariposa inusualmente fiera y escurridiza, cuando Lalo aminoró el paso de repente para hacer una pregunta que, al menos a su parecer, podía ser de gran interés.
—¿Y cuándo tenías pensado explicarme qué es lo que estamos haciendo? —preguntó, escudriñando de nuevo la vieja lupa que seguía entre sus manos.
—Estamos investigando, Gonzalo. Por eso he traído instrumentos de investigación —le explicó Anabel, como si le sorprendiese que Lalo aún no se hubiera dado cuenta.
—Vale, muy bien, pero... —Lalo se rascó la frente y ladeó la cabeza—. ¿Qué es lo que vamos a investigar, exactamente?
—¿Eres consciente de lo que estás diciendo por esa boca, Gonzalo? —Anabel se paró y se puso las manos en las caderas—. O sea que voy andando hasta tu casa, te traigo una lupa, te advierto de que vamos a hacer una investigación, ¿y ahora quieres que te diga qué vamos a investigar también? No me parece una distribución equitativa de responsabilidades, Gonzalo, yo también tengo derecho a descansar de vez en cuando.
—Eso es mucho pedir por aquí, donde la última vez que alguien cometió un crimen fue... fue... nunca.
—En esta vida hay muchas cosas dignas de ser investigadas más allá del latrocinio y la malversación de fondos, Gonzalo, algo que tal vez hubieras sabido si fueras más diligente en tus estudios.

Fue entonces cuando brotaron coloretes en el pecoso rostro de Lalo. Cogió la mano de Anabel. Alguna tuerca dentro de su cabeza se giró e intentó expresar el golpe de inspiración que le acababa de dar, pero las palabras se las llevó un grito ahogado de ilusión. Estaba algo atónito, aunque su estado de ánimo aparentaba ser el antónimo de atontado. No se atuvo ni un ápice; echó a correr tan rápido como le permitían sus pequeñas piernas, llevando a su curiosa compañera consigo. Animándolo más aún, Anabel le dijo:
—¿Lo ves? ¡Por eso me gusta tenerte a mano! ¡Sabía que se te ocurriría algo!
Aunque no atinaba a adivinar qué era lo que pudiera atraerle allí, sobre todo un domingo, Anabel supo adónde iba Lalo a todo galope. La pequeña estampida se convirtió en una carrera hasta que acabaron tirados boca arriba en la hierba, riéndose, jadeando y discutiendo tercamente sobre quién había ganado, lo cual puede llegar a ser un asunto bastante controvertido cuando se trata de una carrera sin meta fija. Delante de ellos estaba el Centro de Educación Infantil y Primaria Santo de Veres, el colegio de Masi. Recobrando el aliento, Anabel se puso de lado, la cabeza apoyada en la palma de su mano.
—Bueno Sherlock, ¿se puede saber ya qué asuntos nos han traído a nuestra madriguera de madrigales, nuestra cueva de cuadernos, nuestra mazmorra de maestría, aposento de aprendizaje, es decir, nuestra celda cerebral durante un día no lectivo? Creo recordar que te corría mucha prisa alejarte del lugar el viernes. ¿Qué ha cambiado?
—Se me ha ocurrido cuando has mencionado lo de estudiar. Anoche pasó algo rarísimo. Estaba mirando por la ventana de mi cuarto y vi una furgoneta. Nunca la había visto antes, e iba por la calle principal. Paró aquí en el cole, pero no pude ver lo que pasó después. El caso prácticamente nos está suplicando que lo investiguemos.
—Espera. ¿No podía ser la furgoneta del señor Pérez? Él tiene furgoneta, a lo mejor llegaba tarde a casa o algo.
—Sí, consideré esa posibilidad anoche, pero no puede ser. Esta era cuadrada, y de otro color completamente distinto. Seguro que no es de nadie del pueblo, aquí pasa algo raro, Anabel, eso está claro.
—¡Que no se hable más, entonces! ¡Hemos de investigarlo!
El dúo de detectives inició la investigación. Se pusieron en pie de un salto y cuando se habían quitado toda la hierba de la espalda, tiraron hacia la zona del aparcamiento por si la furgoneta o su conductor, recién establecido como persona de interés principal del caso, seguía por allí. Pasito a pasito, salvaban la distancia que les separaba del último paradero del misterioso vehículo y doblaban la esquina hasta el aparcamiento del colegio. Cierto es que les resultó algo decepcionante.
—Mmmm —dijo Anabel, acariciando su barba imaginaria—. No sé qué ha sido de tu furgoneta cuadrada, Gonzalo. Has acertado con respecto a la forma geométrica, pero poco más.
Lalo escudriñaba las cajas de cartón que estaban apiladas cerca de la puerta trasera del colegio.
—Por lo menos hemos encontrado algo, ¿no? ¿Crees que la furgoneta que vi anoche ha traído estas cajas? ¿Qué contienen?
—No tengo ni idea —contestó Anabel, deslizando la yema de su dedo por la cinta que sellaba una de las cajas—. ¿Abrimos una, no?
—No sé, Anabel.
Lalo, nervioso, levantó la vista para asegurarse de que estaban solos, pues su aprehensión le producía aprensión.
—Debe de haber doce cajas aquí. Evidentemente son importantes para alguien, a ver si nos metemos en un lío y acabamos castigados.
—¿Cómo que castigados? Volvemos a cerrarlas después y no pasa nada. Ay, con todo el dinero que tus padres se han gastado en clases de manualidades, por favor. ¿O es que no te pica la curiosidad? Es más, puede que estén llenas de cachorritos. ¿Y si es un envío de cachorritos recién naciditos con el pelito suavecito, tan bonitos, tan inocentes, tan indefensos? ¡Ay, qué preciosidad! Necesitan aire fresco. Seguro que los pobrecitos están asustados, llevan desde anoche encerrados en estas cajas, cuanto menos. ¡Ay, qué crueldad por Dios!
Anabel empezó a caminar de un lado a otro y siguió:
—Esto no puede seguir así, no es justo dejarlos abandonados, atrapados aquí, condenados a este encarcelamiento indefinido e injustificado. Y eso sin mencionar las condiciones deplorables que sin duda tienen que aguantar en sus pequeñas celdas de cartón, aprisionados sin agua ni comida adecuadas.
—Tienes razón, Anabel. Estoy totalmente de acuerdo con que, si es que las cajas están llenas de cachorros, lo responsable sería abrirlas. Sin embargo, todavía no podemos descartar la posibilidad de que estén llenas de monstruos. No nos precipitemos. Deberíamos reunir más pruebas antes de tomar alguna decisión impulsiva.
—Gonzalo, por favor, seamos realistas —dijo Anabel, descartando las preocupaciones de su amigo con un gesto de la mano—. ¿Qué tipo de monstruo no sabe liberarse de una simple caja de cartón? Si contienen semejante clase de monstruo, pues muy peligroso no va a ser, digo yo.
Se puso en cuclillas y levantó un poquito una pestaña de una de las cajas, intentando vislumbrar su contenido.
—No te olvides de que estamos en el pueblo de Masi, donde el tedio tiene denominación de origen. Esto no es ninguna peli de miedo, vamos.
Justo entonces, sonó un BUM que les crispó todos los músculos a los dos
detectives. Boquiabiertos, se miraron y empezaron a retroceder deprisa.
—¿Qué ha sonado? —Susurró Anabel a Lalo.
—No sé. Parece que viene desd--
¡BUM! Escucharon el mismo ruido, ahora más alto todavía.
—¡Parece que viene de detrás de la puerta!
Lalo apuntó a las puertas grandes y grises que daban al interior del colegio. Mientras tanto, las puertas empezaron a moverse, produciendo un ruido espeluznante. Paralizados por el miedo, Anabel y Lalo miraban las puertas con tensa ansiedad.
—No te preocupes. Si es un guepardo, un leopardo, un oso pardo, o cualquier animal peligroso pero no pardo, nos subimos a un árbol —susurró Anabel—. Allí arriba estaremos a salvo. Si es una guerrilla colombiana, tú quédate detrás de mí, que tengo cinturón verde de kárate.
¡¡BUM!!
—Si es un vampiro, tranquilo, no nos puede hacer nada mientras estemos al sol. Si es un disturbio del continuo espacio-temporal, Gonzalo, la verdad es que no sé qué hacer. Anabel le asió el brazo a Gonzalo y empezaron a retirarse con la máxima valentía posible hacia una arboleda estratégica.
Sonó un último ¡¡BUM!! y las puertas se abrieron. Con el sol en los ojos y el corazón en la garganta, latiendo de manera que asustaría hasta al colibrí más cafetero, los dos niños entornaron los ojos, mordiéndose el labio: apareció una figura oscura entre las sombras del umbral.
—¡Uy! ¡Hola chicos! ¿Qué hacéis aquí un domingo, que no hay clase?
Era Rebeca López, su maestra.
—¡Qué vergüenza! Seguro que me habéis escuchado peleándome con la puerta. ¡Ay, qué tonta estoy! Siempre se me olvida que hay que tirar, no empujar.
Apartó de su frente un rizo errante de su pelirrojo pelo y se acercó a sus alumnos, que seguían más boquiabiertos que dos besugos bostezando.

Ya que ninguno de sus planes de acción, ni su técnica cinturón verde, le parecía ser de gran utilidad en estas circunstancias, Anabel se quedó en silencio, apresurándose a elaborar una respuesta adecuada. No se podía creer que había pasado por alto la posibilidad de que se presentase la señora López. Aunque hubiera sido un disturbio del
continuo espacio-temporal, seguro que a Anabel se le habría ocurrido algo, pero ante semejante acontecimiento imprevisto tenía que contar con Lalo. Él había recobrado la compostura suficiente para contestar la pregunta y dijo:
—Es que hemos salido a dar un paseo y nos hemos topado con estas cajas. Nos estábamos preguntando qué llevan...
La risueña maestra se emocionó más todavía.
—¡Ah, claro! Hace un día precioso para pasear, ¿a que sí? Me alegro de que mantengáis una vida equilibrada con actividad física diaria. Se puso en cuclillas y, reencauzando su energía hacia la sonrisa para ampliarla más aún, siguió:
—Yo también estoy haciendo ejercicio guardando estas cajas en el cole. ¡Hemos pedido todo esto para la feria del libro!
Aunque en el fondo estaba deseando que fuesen cachorros, a Anabel todavía le hacía mucha ilusión desvelar el contenido verdadero de las cajas. Esta nueva información era emocionante por dos razones principales: implicaba que la feria del libro estaba muy cerca y, más importante aún, era el siguiente rastro del caso. A Lalo no le parecía tanto una pista como una conclusión, dado que habían determinado la carga de la furgoneta y el cargo de su conductor, pero a Anabel le gustaba ser sumamente concienzuda y máximamente meticulosa (palabras suyas, no nuestras). Conforme a esta filosofía, ofreció su ayuda a Rebeca, quien aceptó el ofrecimiento con una sonrisa cálida. Cada uno con una caja de libros en los brazos, los niños entraron en la escuela.

—Ayúdate de tus piernas, Gonzalo, no vaya a ser que te destroces la espalda —le regañó Anabel mientras su maestra les enseñaba dónde colocar las cajas y les daba unas sencillas directrices para sacar los libros. Tenían que colocarlos en las estanterías de la biblioteca, ordenados alfabéticamente según el título.

Resultó que, aunque había más de ciento cincuenta libros en el envío, eran copias de solo tres publicaciones: El atlas anotado de la anatomía del armadillo americano, de Alan Anderson, y una novela que se titulaba Las zancadas del zorro zurdo. Tenía toda la pinta de ser un trabajo muy fácil, y así fue. Terminaron antes de que la López pudiera acabar de silbar la melodía de Somewhere over the rainbow.

Ahora bien, si has leído detenidamente, probablemente habrás advertido que hasta ahora hemos nombrado solamente dos de los tres libros del envío. Esto es así porque los niños tardaron hasta los últimos momentos de su temporada como bibliotecarios en descubrir el tercer título. Mientras sacaba la última caja vacía al contenedor de cartón, Lalo sintió que algo pesado se deslizaba por el fondo. Fue en ese momento, cuando Lalo miró dentro, el instante en que la tercera publicación se introdujo en el argumento. Había una única copia del libro nada más, y estaba tan desgastado y cubierto de polvo que se camuflaba perfectamente entre el cartón raspado y la cinta apretujada.

Lalo sacó su descubrimiento de la caja y lo examinó más detenidamente, sospechando al principio que era una edición para coleccionistas encuadernada en cuero. Buscaba información en la lisa y suave portada, pero no encontró nada, salvo una abundante capa de polvo. Crujía y crepitaba el lomo del tomo de tomo y lomo cuando Lalo lo abrió para desvelar su primera página. Allí descubrió la respuesta a su pregunta, junto con una avalancha de nuevas preguntas para reemplazarla. Con una elegante y curvada caligrafía, el libro se identificó como Las más insólitas tapas de La Yaya Olaya (cuarta edición). «Este libro tiene tantos años que, si esta es la cuarta edición,» cavilaba Lalo, «la primera debe de ser una pintura rupestre de Altamira...». Entonces, sintió una coleta rubia que le hacía cosquillas en el cuello: era su camarada, que se asomaba para ver el vetusto tomo.
—¡Uy, uy, uyyy! ¿Y qué es este extraño objeto que yace en tu regazo, mozo?
Anabel se mostraba instantáneamente intrigada.
—La verdad es que aún no lo tengo muy claro —contestó Lalo, entregándole el libro a Anabel para que pudiera realizar un análisis complementario—. Estaba escondido en una de las cajas de la feria. ¡Casi lo tiro!
—Pues vaya. A lo mejor eso es lo que deberías haber hecho —dijo Anabel con tono de desdén, hojeando el libro—. Parece ser uno de los libros estos con recetas y tal. Infumable, sin duda, aunque de todos modos no fumamos. Recetas insólitas, pone. Pues yo no veo nada insólito por aquí. Será por eso que no conocemos a la Yaya Olaya esta. Es que vamos, hoy día cada Fulano, cada Mengano, y sus cerrajeros, peluqueros y
suegros correspondientes tiene algún libro de recetas o programa de cocina en la tele. No me parece la noticia del siglo.
En un cambio de papeles poco común, con los roles repentinamente al revés, Lalo riñó a Anabel.
—¡No seas tan negativa!
Le arrebató el libro de las manos y lo abrió por una página cerca del comienzo. Se aclaró la garganta y empezó a leer en voz alta la receta del «Secreto secreto ibérico»:
—Un verdadero clásico, considerado plato estrella por quienes se apasionan por la privacidad, esta carne es una elección excelente para cualquier parrillada. El resultado es tierno y sabroso además de ser completamente invisible.
Entonces Anabel dejó de juguetear con el diente de león que había encontrado en el suelo y levantó la cabeza para dirigir una mirada inquisitiva hacia Lalo, que la ignoró y siguió leyendo.
—Al probarlo, si es que consiguen encontrarlo, tus invitados descubrirán, con gran sorpresa y deleite por su parte, que ellos también se tornarán invisibles. El efecto es temporal, y suele durar entre una y tres horas.
Habiéndose olvidado totalmente de su diente de león, Anabel estaba embelesada. Ahora Lalo leía progresivamente más bajo, hasta apenas mover los labios.
—Gonzalo...
Intentó interrumpirle, pero fue en vano. Lalo seguía leyendo en silencio.
—Gonzalo... ¡Lalo! Oye, ¡Lalo!
Por fin, Lalo levantó la cabeza como si hubiera oído cantar algún pájaro exótico a lo lejos en lugar de a su mejor amiga gritándole a dos centímetros de distancia de él.
Lalo respondió con cada palabra meticulosamente untada y envuelta en sirope de sarcasmo.
—¡Ahí va! ¿Me has dicho algo? Lo siento, Anabel, de verdad. Es que no te he oído porque estaba leyendo este libro de recetas súper inútil que he encontrado. Veo que estás ocupada con ese diente de león, así que no te voy a dar la lata con las aburridas minucias que cuenta sobre cómo obtener superpoderes y demás. Tenías toda la razón, ¡este libro es una tontería! Dice que el secreto de los efectos insólitos de la tapa es...
Lalo se detuvo para despegar lentamente una brizna de hierba de la punta de su zapatilla.
—¿Sabes qué? Esto me aburre tanto que ni siquiera voy a terminar de leer el resto de la frase. ¡Madre mía, qué tostón!
—Vale ya, Gonzalo. Tú tenías razón, está claro. Lo siento —dijo Anabel con un suspiro, retorciéndose por la intensa expectación que le sobrevenía—. Ya está bien. Por favor, ¿podemos seguir leyendo?
—Bueno, vale, si te vas a empeñar en que lo terminemos, no voy a discutir contigo. A lo mejor es verdad lo que dices, tal vez haya algo interesante en este libro. Como sea así, puf, ¡habré metido la pata hasta el fondo!
Satisfecho con la disculpa de Anabel, Lalo cedió y le pasó el viejo tomo. Ella escrutaba el resto de la receta, anunciando lo más destacado según iba encontrándolo.
—¡Ajam! ¡Muy interesante! Dice aquí que la carne en sí es carne de cerdo normal y corriente. Por lo visto es la salsa lo que te hace invisible. Dice que, al echarle la salsa noverde encima, se convierte en carne de desaparecerdo.
Anabel levantó la cabeza de su lectura un segundo para darle a Lalo la mirada de ilusión más entusiasmada que él había visto nunca, y luego volvió a pasar las páginas chillando de risa y felicidad.
—Andares de cerdo a la plancha. ¡Hay caracoles que hacen que corras más rápido! Llevan rostro de repollo, ¿qué es eso? Bueno, ya lo miraremos. ¡Mira esto!
Bienmesabe estofado... Dice que te sabe mal, pero te hace cantar sin desafinar, ¿qué más quieres? Podemos hacer un cinturón con turrón... ¡Uuu, y una receta de calamares que hacen que los mares no te calen! ¡Te hacen impermeable! ¡Este salteado con una mezcla de sal y té hace que saltes, y hay un paté para el té que te para para después! Ay, no me lo puedo creer. Gonzalo, mira esta. Es un bacalao dorado, pero, pero dorado de verdad, ¿sabes? Viene con un plato de plátano de plata. ¿Y la sámara qué es? Prepara una cámara para la sámara, pone. Parece que viene del olmo... Y en esta receta lo combino con comino ¡y es pera un segundo!
Lalo estuvo totalmente quieto durante unos segundos. Anabel siguió:
—Tiene un capítulo entero de bizcochos, desde bizcuno hasta bizcochenta, y aquí hay uno que te permite mirar hacia dos lados distintos a la vez: el bízcocho. Madre mía, Gonzalo. Esto es increíble, ¡mira!
Anabel puso el libro en el césped, entre los dos, abierto por la receta de «Mero mero al romero».
—No es más que un mero mero entero, pero igual que este hay cero, pues un cocinero hechicero que le echa romero con esmero primero dota a los del merendero con trasero viajero. Esto es increíble. Gonzalo, esto no puede ser. El bizconce: posiblemente el más rico del lote, que de rebote hace que flotes con la ligereza del bigote de un coyote. ¡Tenemos que probarlo! ¡Y qué buena pinta tiene además! ¡Mira, se sirve con palomitas volantes!

Mientras los niños leían acerca de la merienda mágica, oyeron a la maestra llamarlos desde la biblioteca. Salió al aparcamiento, abrazando un fardo de plástico de burbujas destinado al reciclaje.
—¡Hey chavales! Me preguntaba dónde os habíais metido...
Anabel cerró el libro y los dos se dieron la vuelta hacia la maestra, que tenía coloretes de tanta labor realizada, pero seguía a tope de energía como siempre.
—Oíd, me habéis ayudado un montonazo esta mañana y creo que os habéis
ganado un premio por ser tan trabajadores.
La maestra se agachó y acarició las cabecitas de sus dos voluntarios.
—¿Qué os parece si elegís vuestro libro favorito de la feria para llevároslo, invitación de la casa?
Los bibliotecarios aprendices, más felices que perdices, contemplaron las directrices. Se miraron como confirmando entre ellos que estaban de acuerdo en lo que era, sin lugar a dudas, la decisión más sencilla de su vida.
Con idénticas sonrisas ingenuas, al unísono exacto, respondieron:
—Eso nos parece genial, señora López. ¡Muchas gracias!
Entonces, volvieron trotando al colegio para recoger una copia del libro sobre la anatomía del armadillo y un ratito después estaban de camino a casa, con muchas ganas de celebrar el trabajo bien hecho estudiando uno de los mamíferos más fascinantes de las Américas. Los dos niños llegaron a casa a tiempo para comer, y el resto del domingo fue bastante tranquilo.

Colorado colorín, este es el fin.


...


Uy, ¿sigues leyendo? ¿Qué pasa, no te ha gustado el final? Vale, vale, vaaaaaale. Es verdad, así no fue. Mira, si te puede la cabezonería y te vas a empeñar en que te contemos el resto, tienes que jurar que no vas a desvelárselo a nadie, ¿vale?

FINAL ALTERNATIVO SUPERHIPERMEGASECRETO (¡SHHHH!)

Es cierto que Rebeca les ofreció a sus ayudantes un libro de su elección, y también es verdad que aceptaron el regalo con gran agradecimiento. Sin embargo, el estudio de la anatomía del armadillo se pospuso indefinidamente porque, claro, ¡eligieron el libro de Yaya Olaya!
—¡Muchas gracias de nuevo por el libro, señora López! ¡Qué pase un buen día! —dijo Anabel mientras guardaba la nueva adquisición en su amplio bolso azul, colocándola con sumo cuidado.
—¡Igualmente, chicos! ¡Hasta mañana! —Y con cuatro besitos equitativamente distribuidos entre las cuatro mejillas, la López regresó a la biblioteca silbando las partes restantes de su interpretación de Somewhere over the rainbow. Como siempre decía a sus alumnos, nunca se deben dejar las cosas a medio hacer. Lalo y Anabel tampoco tenían la intención de dejar sus planes sin terminar.

Volvieron a casa de Lalo corriendo a toda velocidad como dos guepardos disfrazados de niños para el carnaval. Al divisar la casa de Lalo en la distancia, Anabel tiró de la manga de Lalo para que redujesen la velocidad al caminar.
—Gonzalo, antes de llegar a casa tenemos que ponernos de acuerdo sobre algunas cosas. Ahora que somos vigilantes de un artefacto de extrema importancia, tenemos que asumir ciertas responsabilidades. Creo que es nuestro deber proteger la confidencialidad de este texto no solo para con Yaya Olaya sino también para con nosotros mismos. Como se corra la voz, ¡puf!, como se entere una sola persona, ya verás cómo todo el colegio estará hablando de ello el lunes por la mañana, y el resto del pueblo esa misma noche. Esta es una noticia digna de la portada entera del periódico —dijo Anabel, apuntando dentro del bolso—, pero no nos metemos en asuntos de la magia por hacernos famosillos, eso está claro. La fama corrompe. Al cabo de poco tiempo, ya estaríamos con un reality en la tele, un ático en Nueva York, vacíos por dentro, rememorando los viejos tiempos cuando horneábamos magdalenas simplemente por el amor al arte. Paso de caer en esa trampa, Gonzalo, que ya tenemos una edad. No vaya a ser que las hordas de periodistas o un cotilla listillo del recreo o un par de detectives que van en plan poli bueno poli malo se aprovechen de nosotros. O sea que, si te parece, nos saltamos las partes de la historia que hablan del misterioso libro mágico y todo eso, ¿vale?

Recobrando el aliento, Lalo asintió con la cabeza y añadió:
—Tienes razón. Este es nuestro secreto y tenemos que guardarlo. Esto es como aquel día que encontramos esa familia de ranas donde el estanque, pero, o sea, tres veces más guay.
—Pues sí —dijo Anabel—; de hecho, casi me atrevo a decir tres coma dos cinco veces más, y eso es decir mucho. Ya sabes qué opinión tengo respecto a las ranas, Gonzalo. Bueno, ya está, que no se hable más. Vamos entrando. A ver si comemos porque no vamos a ser nada productivos hasta que no comamos un buen plato de fideuá.
—Nunca mejor dicho. Vamos allá. Los niños, en su estado de hambre voraz y feroz, abrieron la puerta de la casa de Lalo y tiraron directamente para la cocina, donde encontraron a su madre, finiquitando una solución para un sudoku. Escribió la última cifra y, con un suspiro de profunda satisfacción, deslizó el periódico hasta el otro borde de la mesa. Entonces, se levantó de la mesa para dar la bienvenida a los niños con un ruidoso besazo maternal y buenas noticias:
—Sabía que ibais a volver pronto, así que la fideuá está ya, casi.
Entonces se escuchó la voz del señor Soler desde el salón:
—¿Cómo?
—Ay qué pinta tiene esto —dijo la señora Soler, levantando la tapa de la paellera. Sonreía a los niños como si fuese una oportunidad única en la vida, aunque en realidad preparaba una fideuá todos los domingos desde que Lalo tenía memoria; estamos, a fin de cuentas, en el pueblo de Masi.
—Sí, está ya, —dijo la señora Soler.
Su marido se levantó de su butaca muy deprisa y empezó a hablar a cien:
—Madre mía, la que habéis liado. ¿Es que no hay normas de seguridad? Que se mantenga la calma, por favor. Voy a llamar al 112. Cielo, ¿dónde está mi casco de bombero? Os quiero muchísimo a todos. ¡Ay!, hace meses que no inspeccionamos el extintor. ¡Ay!, Dios mío, los puntos de evacuación. ¿Dónde está el plano?
Se le escuchó subir las escaleras en busca del teléfono. Anabel se asomó a la puerta y gritó:
—No se preocupe, señor Soler. No creo que estalle. Es que casi está ya. No estalla.
—Ah, pues habérmelo aclarado. ¡Qué susto me habéis dado!
—Toda precaución es poca, señor Soler —afirmó Anabel con su tono más serio.
Desastre evitado, los cuatro se sentaron en la mesa de la cocina con una paellera vaporeando en el centro, evidencia irrefutable de que, en el momento adecuado, una rutina puede ser algo muy, muy agradable.

Los detective-bibliotecario-aventurero-chef-magos se zamparon la comida con tal voracidad que la madre de Lalo exclamó:
—¡Vaya hambre que teníais!
Para el postre les ofreció un trozo de su mítica tarta de arándonos azules, pero declinaron la oferta. La madre de Lalo era conocida por hacer la mejor tarta de arándanos azules de Masi, mas resultó que ese domingo tenían algo todavía mejor en mente. Entonces los chicos retiraron los platos y los cubiertos, y la madre de Lalo se fue a trabajar un rato al huerto. El padre de Lalo anunció que se marchaba a su despacho para revisar el plan de evacuación de la casa.

Nada más escuchar a la madre cerrar la puerta trasera, los niños se accionaron de inmediato. Anabel fue a por el recetario y lo hojeó hasta encontrar la página para el bizconce a la vez que Lalo se lanzaba a la despensa. Anabel empezó a nombrar ingredientes para que los recopilase él, enviándolo de la despensa al frigorífico y a los cajones, y luego a la despensa de nuevo hasta que la encimera quedó cubierta de todo lo que se necesita para hornear la repostería mágica.
—Ah y, si bien no menos importante, el levadura.
Lalo sacó la cabeza de la despensa con cara de confusión.
—¿Eh, cómo?
Anabel se encogió de hombros y volvió a leer la última parte del listado.
—Sí, lo que he dicho: el levadura. Así, tal cual. Una cucharada.
—Bueno, nadie es perfecto —dijo Lalo, intentando echar una cucharada de levadura en su palma.
Por supuesto, salió tres veces más y se le llenó la mano. Procuró, sin querer, por supuestísimo, que le pasase lo mismo con unos chips de chocolate, y llevó todo a la encimera, donde Anabel le esperaba, revisando las instrucciones.
—¡Anda! ¡Qué curioso!
Cogió un chip de la mano de Lalo y se lo lanzó a la boca.
—Pone aquí que esta cucharada de levadura es el secreto de la receta, de ahí sus efectos mágicos. Dice la Yaya: hay que usar el levadura porque así te eleva; es elevadura. No se puede ir por la vida echándole la levadura de toda la vida al bizconce y luego quejarse de que no te eleve, esto es de cajón.
Anabel se reía de la increíble absurdez que leía.
—¡Si tan solo hubiera sabido antes que era tan fácil hacer magia!
Lalo también se reía de la situación.
—Es increíble —dijo—. Bueno, ¿a qué esperas? Los mundos de la magia y la repostería no se van a revolucionar ellos solos. ¡Empecemos ya! —dijo con un salto, y eso fue todo el impulso que necesitaron para convertirse en un remolino que removía: cuatro brazos cascando huevos, espolvoreando azúcar y masajeando masa.

Mientras una densa nube de harina se posaba sobre los cocineros y su zona de obras, ellos contemplaban su progreso. En algún momento unas cáscaras de huevo habían acabado en el pelo de Lalo, y Anabel estaba cubierta hasta los codos de lo que parecía ser una mezcla de miel y Cola Cao (¡que ni siquiera salían en la receta!), pero su primer intento al bizcocho tenía toda la pinta de ser un éxito rotundo. Con concentrada concentración y cuidadoso cuidado, echaron la masa en un molde. Una vez que el molde se llenó, lo único que quedaba por hacer era hornearla. Ambos pasteleros opinaron que, aunque habían hecho un trabajo estupendo hasta ahora, lo más sensato era pedirle ayuda con el horno a un adulto.

Llamaron a la madre de Lalo por la ventana de la cocina para que viniese a poner el horno a precalentar. Aunque se lo estaba pasando guay con los guisantes y saneando los setos, más a gusto que un arbusto, por así decirlo, la señora Soler se había percatado de lo que hacían los niños y había estado deseando que la invitasen a unirse. Después de arrancar un último diente de león (la maleza del huerto, no el rey de la selva, que no es autóctono de la zona desde hace muchos años), la señora Soler declaró que le parecía una invitación muy amable y de gran interés. Se quitó los guantes de jardinería y entró en la cocina.
—¿Y qué es lo que estamos horneando esta tarde, chicos, si se puede saber? —inquirió la madre de Lalo con un toque de curiosidad en la voz.
Anabel fue la primera en contestarla:
—Un bizcocho.
Lalo la siguió:
—Un bizcocho normal.
Luego, Anabel añadió:
—Un bizcocho normal y corriente.
—Un bizcocho normal y corriente y típico —concluyó Lalo, con la tranquilidad a-otra-cosa-mariposa con la que un monje budista comentaría sobre un bizcocho normal y corriente y típico.
—Muy bien —dijo la madre de Lalo con una sonrisa cariñosa—. El día de los bizcochos es el viernes... pero no pasa nada si nos volvemos un poco locos de vez en cuando ¿verdad?
La señora Soler tocaba los mandos del horno y Anabel repasaba las palabras de Yaya. Les daba la espalda a los demás con el fin de ocultar el valiosísimo libro y su vulnerable secreto. Con su tono más servicial, mencionó:
—La receta dice que se hornee durante cincuenta y cinco minutos a doscientos veinte grados centígrados. Gravemente aturdida, la madre de Lalo contestó primero con el ceño y los labios, todos fruncidos, y dio media vuelta. Se le puso la misma cara que aquella vez cuando Lalo, Anabel, y el señor Soler la engañaron para que comiese un puñado de Bombones Limonones, la chuche más ácida que se ha vendido desde la fundación del pueblo de Masi.
—¡¿Cincuenta y cinco?! ¡¿Doscientos veinte?! ¿Pero qué tipo de receta es esta? Anabel, esas indicaciones no son nada más que sandeces. El bizcocho se hace a doscientos durante una hora. Así siempre ha sido, y así será. La señora Soler cogió el libro de las manos de Anabel y echó un ojo a la receta. Se burló de cada frase, una a una, mientras los niños intercambiaban miradas de apuro; no se podía saber qué pasaría si la madre de Lalo descubriese el secreto. Por fin, cuando ya parecía que las paredes de la cocina se doblaban de contener tanta tensión, ¡ZAS! cerró el libro sin más.
—No sé dónde habéis encontrado este libro, pero esta receta está muy equivocada. Está absurdamente mal. Es malamente absurdo. No me parece un acto de ciudadanía responsable publicar un libro de recetas como este, si es que se puede considerar un libro de recetas porque yo, vamos, no sé si lo merece, ¿eh? A lo mejor lo que merece es un multazo por delincuencia o, o, o por corrupción.

Ante la evidencia, la señora Soler no estaba encantada con la receta de la Yaya, aunque parecía que, milagrosamente, seguía sin enterarse de su aspecto mágico. Bajó uno de sus libros de recetas del estante que había sobre el lavavajillas y hojeó las muy manoseadas páginas de su copia de Los sabores de siempre: recetas de toda la vida.
—Sí, sí, sí, este sí que es un libro de recetas. Con esta receta te sale el bizcocho de toda la vida, día sí, día también, igualito que siempre —pronunció con orgullo y suma certidumbre.

Lalo abrió la boca para objetar pero le cortó el timbre del horno, que indicaba que había terminado el precalentamiento (según, por supuesto, las especificaciones de la señora Soler, no las de la Yaya Olaya). Poniéndose la manopla de cerdito rosita, su madre colocó el molde en el horno y comentó, evidentemente muy contenta consigo misma:
—Pues menos mal que he llegado a tiempo para buscaros una receta en condiciones antes de que se arruinase vuestra merienda, ¡¿a que sí?! A ver si hay suerte y salvamos el pobre bizcochito.
—Oh... Sí... Qué bien... —respondieron los niños con un suspiro. Sabían que la receta solamente funcionaba cuando las indicaciones se seguían al pie de la letra, pues la Yaya Olaya lo afirmaba en casi todas las páginas del libro, y suele ser aconsejable hacerle caso a cualquier persona tan cuidadosamente observadora que es capaz de encontrar los pies de las letras, que deben de ser muy pequeños. Es que, claro, ¿cuándo fue la última vez que escuchaste a un mago agitar su varita mágica y decir abrabalabra o abracadabro?2 La magia es un oficio que exige mucha exactitud, y por eso los niños sabían que cambiar la receta de la Yaya Olaya salvaría el bizcocho tal y como lo hizo aquel asteroide que salvó a los dinosaurios hace sesenta y cinco millones de años.

—Vale —dijo la madre de Lalo, mirando su reloj—, estará hecho en una hora. Podéis empezar a recoger la cocina y unos segundos después de las seis menos veintiocho, lo sacamos del horno. Así merendamos un poco de bizcocho esta tarde, pero claro, primero tenéis que poner orden aquí.

Se quitó la manopla de cocina, cerró su libro de recetas y lo devolvió a su sitio en el estante. Luego, cogió el libro de la Yaya y lo colocó muy arriba, encima del estante, donde había guardado su receta de la tarta de almendras el día que se dio cuenta de que Lalo era alérgico a los frutos secos. Para los niños, daría lo mismo que estuviera enterrado en un cráter del extremo más lejano de Plutón. De repente, la señora Soler se fijó en el sudoku que había dejado en la mesa de la cocina antes de comer:
—¡Ay, madre! He puesto un once en esa columna. No, no, esto hay que cambiarlo.

Cogió el periódico y se fue al salón para arreglar la solución.

Durante los minutos posteriores a que se marchara la señora Soler, Anabel y Lalo siguieron sentados en silencio, sombríos, mohínos, melancólicos, enmudecidos. Anabel tamborileaba en la mesa, mordiéndose el labio, y Lalo jugueteaba con un botón de su camisa. Al final, fue Anabel quien rompió el silencio:
—Bueno, no te voy a decir que no ha sido un chasco. Sin embargo, no podemos desesperarnos, Gonzalo. Miremos el lado positivo: todavía somos los únicos que saben que el libro es mágico. Solo tenemos que buscar una manera de recuperarlo.
—Ya pero, ¿cómo? Ese estante está fuera de nuestro alcance. Está tan, tan arriba que no hay manera —dijo Lalo, abatido.

Anabel se negaba a rendirse:
—Está arribísima, eso está claro, pero tenemos que intentarlo. Por favor, no tires la toalla todavía. ¡Estábamos así de cerca de hacer un bizcocho mágico! Si nos rendimos ahora, todo ese trabajo habrá sido para nada. Por favor. Por la magia. Anda, porfi. Si no por fi, por fe. ¡Aún queda esperanza, Gonzalo!

A Anabel no le valía vivir al borde de ser la bruja del bizcocho. No se conformaba con quedar al margen de ser la maga de la merienda. Antes de que Lalo pudiera contestarle, se levantó de la silla y se puso a hurgar en los muebles de la cocina. Examinaba detenidamente cada cacharro que cogía, parando de vez en cuando para colocar algunos en el suelo. Lalo observaba cómo recopilaba una miscelánea de cosas de cada balda, rincón y cajón de la cocina. Había unas varillas, una lata de berenjenas de Almagro, una tostadora, una coliflor, un exprimidor de zumos, un saco de patatas, una olla a presión, una cuchara de madera, dos kiwis, un plátano, una banana, un escurridor y un rodillo. Al principio, Lalo estaba completamente confundido. Sabía que Anabel no pretendía cocinar nada con esas cosas, o por lo menos esperaba que este no fuera el plan, dado lo que había allí, pero no se le ocurría otra explicación. No fue hasta que empezó a apilar las cosas una encima de otra cuando se dio cuenta: ¡estaba construyendo una escalera hacia el libro!

Lalo se levantó de la mesa de un salto para unirse a la obra. Cuidadosamente, colocaban los objetos para improvisar la escalera más equilibrada posible. Habían escogido los kiwis más robustos de toda la cesta y las varillas más fornidas, pero aún así la torre se bamboleaba, inclinándose para un lado y para otro mientras Anabel buscaba un punto de apoyo para el pie y empezaba a treparla. Lalo, aguantando la respiración y la precaria estructura a la vez, fijó la mirada en el libro que les aguardaba ahí arriba a asombrosa altitud. Con extrema concentración, Anabel escaló hacia la cumbre y se puso de puntillas. Se estiraba, se inclinaba, hacía todo lo que podía para alcanzar el libro, pero el susodicho todo resultó del todo fútil e inútil.

Poco después, el contrafuerte de coliflor comenzó a crujir bajo el considerable peso que aguantaba, y la base de berenjenas se mostraba más precaria a cada segundo.

Anabel descendía deprisa mientras la torre se derrumbaba, desprendiendo alimentos y aparatos y víveres y bártulos y comidas y cositas a punta pala. Soltó el rodillo con la agilidad de una acróbata y se dejó caer de pie al suelo. Con el fin de evitar estruendos sospechosos, los niños intentaron coger las cosas que caían de la tambaleante torre. De pronto, los dos se encontraron sentados en medio de los escombros de la torre y del plan.

Con la mirada perdida, haciendo rodar un kiwi entre una mano y la otra, Lalo dijo en voz alta lo que ambos estaban pensando:

—Muchísimo tiempo tendrá que pasar para que alcancemos ese libro, Anabel.

Ella asintió con la cabeza, intentando ocultar lo que podía la decepción que le acaparaba el corazón.

—Es verdad. Bueno, por lo menos lo hemos intentado.

Juntó la olla con su tapa y las guardó en su sitio.

—Supongo que deberíamos empezar a recoger todo esto...

Y entonces los dos niños recogieron los derribos de su malhadada escalera y luego arreglaron la cocina. Cuando estaban quitando las últimas manchas de mantequilla de la pared, la madre de Lalo volvió a la cocina a sacar el bizcocho del horno. Lo puso en la encimera para que se enfriase y empezó a preparar la merienda. Preguntó a los niños si querían un vaso de leche, pero ninguno de los dos tenía hambre. Por lo tanto, envolvió un gran trozo del bizcocho y lo metió en una bolsa para Anabel y su familia, mientras el padre de Lalo se iba a por las llaves del coche para llevar a la niña a su casa. Anabel aceptó el bizcocho con la mejor sonrisa que pudo forzar y se despidió:

—Me lo he pasado genial, Gonzalo. Muchas gracias por invitarme.

—Yo también me lo he pasado bien. Nos vemos mañana en el cole.

No era fácil fingir que el día no había resultado decepcionante con respecto a la magia, pero Anabel y Lalo reconocieron que aún así había sido un día muy agradable.

Seguro que mañana iban a tener mucho que hablar y, como la guinda del pastel, también se acercaba la feria del libro.

Una mota de polvo se posó sobre el libro de la Yaya Olaya, abandonado en lo alto de la estantería. Tardaría mucho en recuperar la gruesa capa de polvo que Lalo le había quitado solo unas horas atrás pero, con el tiempo suficiente, algún día lo haría. En ese momento, al ver que una segunda mota se posaba cerca de la primera, uno tal vez sentiría la tentación de concluir que el polvo formaba una parte tan integral del libro como cualquiera de las recetas. A lo mejor el destino no quería que se encontrase el libro ese día. A lo mejor, quien estuviera destinado a encontrarlo ya lo había encontrado hace mucho, y lo único que al libro le quedaba por hacer era descansar y reunirse pacientemente con el polvo que le pertenecía y al que pertenecía él. Después de todo, a veces la vida es así. Tú corres, pero el destino corre más rápido que tú.

—¡Oye! ¡Pesado!

Lalo estaba catapultando una viscosa salsa de chocolate a Anabel con la ayuda de una cuchara. Ella, mientras tanto, estaba alternando entre protesta indignada y risa descontrolada, a la vez que lanzaba un contraataque de lacasitos. Estaban en la cocina de Lalo, preparando un postre para celebrar el vigésimo segundo cumpleaños de Anabel.

De repente, Lalo declaró una tregua y desarmó con cautela su espátula. Anabel apartó los lacasitos.

—¿Te acuerdas de aquel domingo, hace muchísimo tiempo, cuando encontramos el libro de la Yaya Olaya? —preguntó Lalo, apoyándose en el borde de la encimera.

—¡Claro! ¿Cómo se me va a olvidar eso? Jolín, parece que fue hace una eternidad. ¡Cómo vivíamos tú y yo! ¿eh? ¡Todavía te sacaba media cabeza en aquellos tiempos!

Irreprimiblemente pícara, lanzó un último lacasito en la dirección de Lalo, el cual rebotó en su mejilla y cayó en el fregadero.

—Me gustaría saber qué hubiera pasado si mi madre nos hubiera dejado seguir la receta de la Yaya —continuó Lalo, echando generosas cucharadas de helado de vainilla en dos boles.

—Muy buena pregunta, esa. No sé, Gonzalo, ya no hay manera de averiguarlo, pero me da la espina de que no hubiera sido un exitazo. Apenas sabíamos distinguir entre la arena y la harina, no te engañes.

Anabel esparció una amplia ración de chocolate rallado sobre ambos boles y añadió:

—Creo que si el agua no nos llegaba al cuello, es que buceábamos ya...

—No sé yo, ¿eh? Quiero recordar que controlábamos bastante bien.

—Tú recuerda lo que quieras pero yo me acuerdo, con gran nitidez, de un follón de primera categoría. Más vorágine que bizcocho. Miel en el techo, chaval.

—¿Miel? Pero si la receta no llevaba miel...

—A eso iba, Gonzalo.

—Vale, tienes razón —reconoció, encogiéndose de hombros—. Seguro que estaba equivocado mucho más que la temperatura y el tiempo en el horno.

—Sin duda, pero vamos, solo éramos niños, ¿qué más quieres?

Anabel terminó de lavar las fresas y se secó las manos con un trapo de la cocina.

—¿Me acercas la nuez moscada, porfa?

Lalo le pasó un bote de nuez moscada y ella adornó su obra maestra con una pródiga porción.

—¿Quieres un poco? —preguntó, ofreciendo el bote a Lalo, quien dio un paso atrás y abrió las manos.

—Claro, échame una buena pizca de agonía y muerte, que seguro que está muy rica.

Estupefacta, Anabel frunció el ceño hasta que cayó en la cuenta. Se llevó la mano a la cabeza.

—Alergia a los frutos secos. Perdón.

—Hay gente que sabe de memoria las primeras mil cifras de pi, y tú llevas una década y media ofreciéndome frutos secos.

—Lo sieeeeeento Gonzaaaaaalo —suspiró—. Espérate. Guió su mano hasta su barbilla para poder tirarse suavemente de su barba imaginaria de la concentración. No nos adelantemos a los acontecimientos. ¿Es un fruto seco la nuez moscada? Es decir, ¿es en realidad una nuez?

—Pedazo rompecabezas. Y de paso, ¿por qué no contemplamos también si la ciruela pasa es una ciruela y si una nave espacial es una nave?

—En mi defensa, la nuez moscada no contiene moscas, y el plátano es una baya, y, y, y el cacahuete es una semilla...

Su voz se iba apagando y la mano de Lalo saltó hasta la espátula que estaba dentro de la jarra de salsa de chocolate. En respuesta, Anabel sostenía la mano sobre el cuenco de lacasitos, como diciendo: ni se te ocurra.

En conformidad con la tregua, Lalo aderezó su helado con un torrente de salsa de chocolate y deslizó la jarra hacia Anabel para que ella hiciese igual. Luego colocaron las fresas recién cogidas del huerto de la señora Soler, una dosis suplementaria de chocolate y los lacasitos rezagados que quedaban. Mientras Lalo ordenaba las fresas y los lacasitos, Anabel se fue al frigorífico a por la nata montada. Con estupenda puntería, echó dos cucharadas encima de cada creación. Se le escapó una sonrisa picarona, y con ella también salieron las siguientes palabras:

—No se nos ha olvidado ningún ingrediente, ¿verdad?

Lalo guiñó y respondió:

—No estoy seguro, tal vez convenga consultar la receta.

—Ajam —dijo Anabel, sujetando la copia de Los sabores de siempre: recetas de toda la vida de la señora Soler que había cogido, de manera muy deliberada, del revés, mientras fingía que leía—. Tal vez se nos haya olvidado algo, sí.

—¿Ah? ¡No me digas! —Lalo simulaba sorpresa—. Y, si usted es tan amable, ¿podría aclararme qué es aquello que se nos ha olvidado? Pues no logro dar con ello por mí mismo.

—Parece ser que estos helados carecen de la guinda que suele hallarse en su extremo superior —observó Anabel poniendo voz de médico forense.

—Ah, sí, por supuesto. Mis observaciones preliminares concuerdan con las de usted —dijo Lalo en el mismo tono, y se fue al frigorífico para obtener el ingrediente final, luchando por no dejar que se liberara una sonrisa enorme.

—La guinda, sí, hay que echarle su guindita, no vamos a comer un helado sin su guindilla encima, claro que no.

Colocó con delicadeza una guindilla encima de cada helado y se alejó para admirar el resultado final.

—¿Sabes qué, Anabel? Creo que estos son los mejores helados que hemos hecho jamás.

Según Los sabores de siempre, los helados eran un fracaso desastroso. No obstante, eso no preocupaba a Anabel y Lalo porque lo que había delante de ellos encima de la encimera eran dos muestras perfectas del «Helado en su punto álgido» de la Yaya Olaya. Había resultado que, aunque aquella hazaña por el mundo de la magia acabó demorándose durante unos años, nunca se olvidaron de la Yaya Olaya. Los sueños y la esperanza son como las películas, pues hay una gran diferencia entre lo que es pause y lo que es eject. Gracias a un par de estirones y unas estrategias mejoradas, al final pudieron rescatar el recetario y desde entonces no habían parado de cocinar a lo grande (a veces incluso en el sentido más literal, como aquella vez que hicieron los «Higos gijoneses de gigantismo» de la Yaya). Cada plato mágico que cocinaron fue como un premio más por no rendirse, y estos lujosos helados chocolateados eran una recompensa especialmente gratificante; fríos, dulces, pringosos y cremosos, con un regustillo de victoria.

Cierto es que algunas cosas son inalcanzables cuando el destino se pone en medio, pero si quieres algo, si realmente, profundamente anhelas algo, en plan granizado-de-limón-en-pleno-agosto-cuarenta-grados-a-la-sombra, o sea, desearlo a lo cachorrillo-recién-nacido-en-el-escaparate-de-la-tienda-de-mascotas, eso suele ser una muy fiable indicación de que el destino no quiere entrometerse.

—Esta tarde, a las quince y veinte cinco aproximadamente, mi hija empezó a mostrar niveles anómalos de curiosidad durante la recapitulación poscolegio. En clase, había aprendido que los girasoles se giran con el sol.

La comandante Dolores Angustias Guerrero Bravo roía un palillo estoicamente.

—Más tarde me preguntó, tan curiosa es, la pobre, adónde se giraría un girasolillo...

A la comandante le empezaba a fallar la voz. Tragándose las lágrimas, siguió:

—Si no existiera el sol.

La comandante se tragó los restos pulposos de su palillo y sacó otro del paquete que llevaba en el bolsillo de su camisa.

—Gracias a usted, Agente Vástago, pude hacer caso omiso a esa pregunta por ser una estupidez.

Guerrero Bravo saludó rígidamente a su campeón mientras las hordas de espectadores sucumbieron al antojo de dar voces y gesticular descontroladamente.

—Gracias a usted, los topos extraterrestres no pudieron llevar a cabo sus insidiosos planes. Sin la ayuda de usted, seguramente habrían sido capaces de poner la corteza del planeta del revés y todos estaríamos viviendo bajo tierra. Supongo que no hace falta mencionarle que tengo miedo a la oscuridad, Vástago.

La comandante se arregló la gorra, contemplando la jubilosa muchedumbre.

—El mundo entero está en deuda con usted.

Un diminuto subteniente se acercó con una cajita aterciopelada al Agente Vástago, quien, al abrirla, descubrió dos medallas enormes que brillaban y titilaban bajo el sol de media tarde. Guerrero Bravo continuó su discurso:

—Agente Vástago, de parte del planeta Tierra, le obsequio con la prez del ciprés: la medalla de la flora. Solo la reciben los héroes que muestran extrema valentía y altruismo en defender la libertad y el bienestar de la vegetación.

El joven soldado fijó la medalla en el uniforme de Vástago y se intensificaron los aplausos y la algazara. Tras una pausa solemne, el subteniente sacó la segunda medalla de su cama de terciopelo. Vástago la reconoció inmediatamente; era la medalla más prestigiosa de todas, y se hinchó de orgullo y satisfacción al verla.

—Y cua--

Nada más retomar su discurso, los «hurras» subieron hacia el cielo de nuevo, cosa que pudiera haber sido peligrosa cuando volvieron a bajarse si no hubiese sido por la cantidad de «halas» que llevaban. Entre gritos de «¡Viva el Agente Vástago!» y «¡Quiero casarme contigo Agente Vástago!» y «¡Camisetas Agente Vástago, veinte euros, dos por treinta!» y «¡Oiga comandante, nunca se debería comenzar una frase con "y"!» el aire arriba y la tierra abajo rugían con la susodicha dicha de dicha gente.

La comandante alzó la mano para calmar el caos en frente del escenario y siguió.

—Ahora, le obsequio con el mayor honor de todos los tiempos. O sea, el número uno. El grande. Canelita en ramita. Vástago asintió con la cabeza. Iba a ser la sexta que ganara, y tenía muchas ganas de aceptarla, pues el número impar que actualmente llevaba le quedaba regular. Quizás lo usaría para tapar la mancha de ketchup que no se iba por mucho que la lavara.

—Por su inigualable coraje y sus sacrificios ante el peligro mortal, y por su infinita dedicación a la protección y acariciamiento de los animales, le obsequio con la prez del pez: la medalla de la fauna.

El Agente Vástago saludó a sus camaradas y se dirigió a la muchedumbre, que rápidamente se calló en espera de que hablase. Carraspeó.

—Hace unas treinta y ocho horas, estaba sentado encima de mi casco, en medio de un diluvio de fuego enemigo. Debajo de mi casco había una granada activa y no encontraba el seguro por ningún lado. Sabía que quedaban meros segundos para que detonase el explosivo.

El público estaba cautivado. Vástago hizo una mueca de dolor para aumentar el suspense. No se escuchaba ni pío en la plaza, ni siquiera de aquellos que siempre mastican el chicle con la boca abierta. Los adolescentes, uno a uno, empezaban a guardar sus móviles.

—Recuerdo que, en aquel momento, con nada más que mi casco de combate entre una granada de mano activa y yo, había un solo pensamiento en mi cabeza.

La gente exhaló fuertemente, haciendo hueco en los pulmones para un consiguiente jadeo de expectación.

—Pensé... Espero que no me dure mucho rato el pitido ese en el oído. Sin embargo, tras las celebraciones de hoy, sé que ya lo tendré para siempre.

—Excelente discurso, Vástago.

Guerrero Bravo puso la mano en el hombro del agente y se tragó el palillo. No lo había masticado lo suficiente y parecía haberle dolido bastante.

—Pero usted todavía no me ha explicado cómo pudo desbaratar los planes del enemigo.

—En realidad no fue nada complicado. Cuando me topé con los topos, tenían su presa a tope de agua. Estudié la topografía de la zona y exploté su vulnerabilidad. O sea, la hice explotar. Pasé una bomba por la bomba y digamos que no se lo pasaron bomba.Sin las reservas de agua, quedaron impotentes. Y sedientos.

Vástago hizo un estertor de alguien terriblemente deshidratado.

—Tan sedientos.

—Y pensar que si usted hubiera explorado cualquier otro sistema de cuevas, nunca habría descubierto al enemigo y todos estaríamos viviendo en la fría y húmeda oscuridad subterránea.

La comandante se estremeció.

—Su genio y su valentía casi igualan su guaposidad.

—Falso. Solamente hice lo que habría hecho cualquier hombre en mi lugar, comandante.

El Agente Vástago extendió el pulgar, que aún estaba embarrado de heroísmo, y se rozó el bigote para quitarle el polvo de hormigón y sobrante guaposidad que se habían acumulado.

—¿Acaso no sabían que el Agente Vástago siempre mantiene los topos a raya?

Aplaudió el público.

—Creo que el agua dejó a los topos... estampados.

El público siguió aplaudiendo, ahora con más intensidad.

—Esos topos deberían haber sabido que iban a acabar... embestidos.

La ovación se paró y el público se quedó quieto durante unos segundos.

—Ah, ya lo pillo, —dijeron algunos.

Pablo Sadía Riesgo se despertó a las 6.30.00.00.00 y sonó el despertador3. Los dos acontecimientos estaban tan perfectamente sincronizados que cualquier testigo podría haber concluido con facilidad que Pablo había despertado a su despertador. Tal vez fuera así. Pablo se apoyó en la cabecera de la cama y abrió el cajón de su mesilla de noche. De allí sacó un cuaderno de espiral y, a su vez, un lápiz de su espiral. Tras encender la lámpara de mesa, abrió el cuaderno y empezó a apuntar la nueva entrada en su registro de sueños. «Girasoles. Soldados. Bigote; significado incierto. ¿Topos? Palillos. Gente gritando. Público enorme. Explosión. Corriendo; ¿adónde? Extremada guaposidad; sueño tremendamente realista. Escenario. Medallas. Oscuro; todo muy oscuro. Olor a topo mojado; desagradable. Sueño agotador. Estresante; me noto cansado. Mejor no desviarse mucho del camino hoy». Pablo dejó de escribir y pensó en ir al estanque por la tarde después del trabajo. Asintiendo con la cabeza, pasaba la página para apuntar su plan cuando advirtió que ya estaba allí. «Me apetece ir al estanque después del trabajo», ponía. Los ojos de Pablo se arrojaron hacia la esquina superior derecha de la página, donde encontró la fecha: el mismo día un año atrás. Pablo frunció el ceño. Se dio cuenta de que había estado escribiendo sobre una entrada del año pasado.

Parecía ser un grave e irreversible error. Afortunadamente, había soñado lo mismo aquel día, y sin saberlo, simplemente había calcado lo que había escrito antes.

—Vaya —dijo Pablo con un suspiro de alivio—. Como siga desaprovechando las noches con estos sueños tan trepidantes, acabo arruinando el registro, sin duda.
Pasó páginas hasta llegar a su lista de cosas que hacer y escribió en letras mayúsculas y gruesas: «SER CUIDADOSO, SER PRECAVIDO». Lo subrayó dos veces y pasó a su lista de cosas que no hacer: «CORRER RIESGOS», escribió, y cerró el cuaderno con estremecimiento.

Se fue caminando al baño, y abrió la puerta a las 6.35.00.00.01. Ya andaba con retraso. Se mojó la cara con agua caliente y se dio unos bofetones en las mejillas.

—Espabílate, Sadía. Tú no eres así, chaval.

Tenía razón. Pablo era de otra estirpe completamente. Había hecho un doctorado sobre la percepción de la profundidad con un parche puesto y le fue viento en popa.

Había sido nombrado hombre del año siete veces en los últimos cinco años.

¡Ay! —exclamó al cortarse la barbilla con la cuchilla. Pablo Sadía no estaba hoy al cien por cien.

Las aguas del estanque Xerman ondeaban tranquilamente en la brisa estival. Hacían lo suyo, lamiendo las arenosas orillas y reflejando una imagen en espejo de la torre de agua que se alzaba a su lado. Algunos ancianos afirman que, antaño, antes del advenimiento del copyright, el estanque reflejaba una réplica idéntica sin distorsión, pero actualmente la teoría carece de evidencias.

Entre los juncos que sorbían del estanque Xerman (con un afán lógico para cualquier ser cuyo cuerpo es poco más que una pajita con adornos) había una manta de gruesa y colorida lana, anclada por un cesto de mimbre. Muy cerca de la manta, una hormiga aventurera subió el borde de un dedal y se comió las migas que halló ahí dentro.

Poco después, al intentar salir del dedal, el pequeño insecto empezó a flotar.

Deambulaba lentamente por el aire hasta que la brisa le dio un empujón hacia las hojas de una haya. Asió una hoja y trepó por su parte inferior hasta que otra ráfaga la arrastró y la hormiga retomó su caída arriba. Zigzagueaba por los huecos entre las ramas y hojas y, justo cuando parecía inevitable que se perdiera en el cielo, la hormiga se aferró al árbol de nuevo. Viajaba por el nuevo sendero y cuando llegó al tronco encontró un nudo donde estaba encajado otro dedal. Mostrando nada del recelo que semejante experiencia probablemente hubiera producido en cualquiera de nosotros, la hormiga hambrienta se hundió en las migas del nuevo dedal. Estas, por lo visto, le devolvieron la gravedad.

Habiendo merendado, el bicho comenzó su camino por la corteza y se bajó gradualmente a la hierba de donde se había embarcado.

A partir de entonces, no hizo nada más digno de ser relatado; de ahí que ahora sea el momento óptimo para ponernos al día sobre unos magos cercanos.

—Te quiero hacer una pregunta —dijo Lalo.

Se estaba fijando en un montón de arena que tenía en la palma, pero en realidad la pregunta iba dirigida a Anabel. Habiéndolo supuesto así, ella respondió:

—Vale. ¿Vaga, abstracta sensación de incertidumbre u oración interrogativa concreta?

—Oración interrogativa concreta —contestó, quitando una piedra de su montañita de arena.

—Vale —Anabel asintió con la cabeza—. ¿Con fines académicos y/o hipotéticos y/o retóricos?

—Académicos e hipotéticos.

—Vale —dijo mientras se daba la vuelta para mirar a Lalo—. ¿Aplicación académica y/o práctica?

Lalo se detuvo un momento para pensarlo, poniendo una de aquellas sonrisas inversas que significan «bueno, ahora que lo pienso» y, ahora que lo había pensado, dijo:

—Ambos.

—Vale.

Anabel se acercó a Lalo. Deslizaba sus dedos por su barba imaginaria de la concentración, la cual se había vuelto bastante merliniana a lo largo de los años. No cabe ninguna duda de que poseía una cuchilla imaginaria adecuada para afeitarse, pero la barba le había resultado muy útil y Anabel temía que incluso sanearla un poco podría mermar sus capacidades deductivas.

—¿Contexto global o personal?

—Global.

Lalo terminó de admirar la suavidad de la piedrecita y dejó que se le escabullese, acompañada por la arena, girando las manos.

—Vale.

Asumió un tono más resuelto. Soltó su barba y apretó un dedo índice intensamente interrogativo en el pecho de Lalo.

—¿Implicaciones económicas y/o culturales y/o políticas?

—Puf, a ver, es que... Bueno, si--

Lalo suspiró, algo agobiado. Luego volvió a intentar responder:

—Realmente, o sea, depen--

Anabel se puso las manos en las caderas y zapateaba con el pie derecho con cara de impaciencia hasta que Lalo se rindió:

—Las tres.

—Vale.

Dio otro paso adelante y se cruzó de brazos.

—¿Empaquetar todas las monedas de mi hucha o lavar las alfombrillas de mi

coche?

—Empaquetar las monedas de tu hucha. Espera. ¿Qué?

—Vale.

Anabel sonrió inocentemente, se giró 180º y empezó a marcharse.

—No, no, no. Quieta ahí. Así no vale.

Mirándolo por encima del hombro, Anabel contestó:

—Dentro del término municipal de Masi, los contratos verbales son jurídicamente vinculantes siempre y cuando todas las partes estén presentes, sean intelectualmente competentes y sean mayores de edad.

—Mira, no me vengas con tonterías. Eso no es justo y si tú crees que voy a hacer eso, te estás equivo--

—Gonzalo Soler, fecha de nacimiento cero cinco del once del ochenta y siete, ¿posee usted todas sus facultades cognitivas y se halla actualmente en presencia de este intercambio verbal?

—Claro, pero, a ver, yo no--

—¿Sabes lo que me parece un aspecto verdaderamente estupendo del hecho de residir en Masi? Que la bondadosa amabilidad de la gente y su infalible lealtad a sus respectivas rutinas casi imposibilitan que se cometan crímenes. Por lo tanto, ahora mismo, al igual que en cualquier otro momento dado, los recursos de nuestro infracargado sistema judicial se echan a perder y su aburrida fuerza laboral probablemente se esté quedando oxidada y tal vez, incluso, indiferente. Ahora, en el desagradable caso de que tuviese lugar, aquí en nuestro amado pueblo natal, alguna actividad de naturaleza criminal...

Anabel se puso en cuclillas para averiguar con un reticente toque la solidez de un tronco empapado y podrido.

—...las autoridades locales, en su estado actual de aburrimiento, corren el riesgo de que sean cogidas desprevenidas. No solo te podría llevar a juicio, Gonzalo, puede que sea mi deber hacerlo. Ya sabes que tengo el sentido de mis obligaciones como ciudadana profundamente arraigado.

—Anabel, no me lleves a juicio otra vez —dijo Lalo, cada día mejor acostumbrado a lidiar con este tipo de conversación, aunque todavía no sabía determinar exactamente cómo de seria estaba.

—Serán provistos cartuchos para empaquetarlas. Le aconsejo que se lleve la comida.

—¿Cómo que me lleve la comida?

Lalo cogió otro puñado de arena y barro. Este contenía un mechón de algas.

—La hucha en cuestión es un modelo a escala del jabalí salvaje, un macho adulto, y lo tengo lleno hasta el morro.

—¡¿Qué dices?! —dijo Lalo, con signos de exclamación hasta en el lenguaje corporal.

—Verosímil es.

Lalo se rió porque no sabía qué otra cosa podía hacer. Últimamente se estaba planteando si la RAE aceptaba peticiones, porque si no, tendría que asumir que no existía ninguna manera de explicar Anabel a los demás.

—¿Y por qué no me has enseñado nunca esa cosa?

—Pesa demasiado. No se puede mover —contestó Anabel despreocupadamente, distraída por el frenético y gracioso movimiento de las patas de un pato que les pasaba por encima.

—Vale, pero me podrías haber llevado a verlo en cualquier momento.

—¡Claro! De hecho, bien pensado, pudiera habernos proporcionado algo del muy necesario entretenimiento durante las colosales rachas de tiempo libre que hemos sufrido desde que nos hicimos magos a jornada completa.

—¡Qué cansina eres!

Lalo cogió una piedrecita y se la lanzó a Anabel. Ella vio cómo volaba a cámara lenta hacia ella y se tiró exageradamente por el agua para esquivar el proyectil.

—No refunfuñes, pronto tendréis tiempo de sobra para conoceros.

—¿Conocernos? ¿Qué pasa, que es tu mascota?

—No, aunque he de reconocer que a lo largo de los años he llegado a sentir cierta conexión emocional con Gonzalo —dijo Anabel, pensativa, nadando detrás de un banco de peces. Lalo la siguió.

—Espera. ¿Cómo la has llamado?

—La he llamado Gonzalo.

—¿Le has puesto un nombre a tu hucha? ¿Y la has llamado Gonzalo?

—Sí. ¿Y? —Anabel se encogió de hombros—. Me gusta el nombre.

—Es mi nombre, Anabel.

—El nombre de Gonzalo no es de tu propiedad, Gonzalo. Es dominio público.

Distraída por la conversación, Anabel se tropezó con algo duro que sobresalía de la arena.

—¿Dónde está la hucha? —dijo Lalo, cambiando de tema.

—A ver, eso depende.

Anabel se puso de rodillas donde se había tropezado, tanteando el área con las manos.

—Veamos. Hoy es viernes, ¿verdad? Entonces...

Su búsqueda revolvía la arena, el barro y la broza acuática, levantando una nube.

Esta pronto volvió a asentarse, y lo que quedaba era o el periscopio primitivo de un búnker secreto debajo del fondo del estanque Xerman o el cuello de una botella de cristal. Por supuesto, la segunda cosa que hicieron después de terminar el «Lenguado del aguante subacuático al aguacate aguado fraguado en aguardiente» fue peinar el fondo del estanque en busca de señales de algún búnker secreto4, así que Anabel se veía obligada, a pesar del desencanto que le producía, a concluir que este no era el caso. No obstante, perduraba su curiosidad. Levantó la vista de la botella durante todo el tiempo que le permitía la intriga para terminar la frase:

—Gonzalo está en el patio.

Se le ocurrió a Lalo que este nuevo tema tampoco le haría muy bien a su cordura.

Dado que Anabel dedicaba toda su atención a la excavación, aprovechó la oportunidad para pensar durante unos segundos, rastreando el rumbo del diálogo hasta llegar a la última frase que no había sido un absoluto disparate. Lalo se dio cuenta de que había sido hacía ya mucho tiempo. Perceptiblemente perplejo, pero no superperdido per se, permaneció perorando sin permitir que esta persona hiperperspicaz le persuadiese de que se perdiese la perspectiva de lo pertinente.

—Muy bien. Bueno, si no recuerdo mal, todavía no he podido decirte cuál era mi pregunta.

—Pero, Gonzalo, si ya sé cuál es tu pregunta.

Sacó la botella de la tierra con suma cautela.

—Esperaba necesitar mejores pistas, a decir verdad. Evidentemente, pasamos mucho tiempo juntos.

Lalo se acercó a Anabel mientras observaba cómo ella limpiaba la botella.

—No entiendo cómo una persona puede tirar basura a un estanque —dijo.

Esas cosas le sacaban mucho de sus casillas.

—Ya te digo, y encima —puso la botella boca abajo, derramando la arena que contenía—, ningún mensaje.

Esas cosas le sacaban muchísimo de sus casillas.

—Es que la gente no tiene vergüenza alguna —dijeron los dos, cada uno para sí mismo.

—Bueno, Lalo, los seres humanos nos nutrimos a base de una amplia variedad de plantas y animales, además de de una roca, pero todo eso no es más que una fracción de todo lo comestible en existencia. ¿Qué crees que nos estamos perdiendo? Seguro que este tema le molaría a Confucio —dijo, tocándose pensativamente su bigote Fu Manchú de la concentración—. Si un árbol que tiene una fruta rica cae en medio del bosque y nadie lo oye, ¿hace ruido? Y —subió el índice— ¿está rica la fruta? O sea, ¿cuál es el sabor más raro que nadie ha probado? ¿Cuál es el sabor más sabroso que nadie ha saboreado? Interesante, ¿a que sí?

—Muy interesante, sí. De hecho, ¡me ha interesado desde que te dije que te quería hacer una pregunta ya que esa era mi pregunta!

—Bueno, haber sido más asertivo. Tienes que espabilarte Gonzalo, no siempre voy a estar ahí para asegurar que tus preguntas se oigan.

—¿Eres capaz de aguantar medio día sin vacilar, o sería pedir demasiado? Porque me estarías haciendo un gran favor —dijo Lalo con su cabeza entre las manos.

—Hay que ver, Gonzalo, no suelo andar por el fondo de un estanque. Es normal que me cueste un poco, digo yo. A ver si aprendemos a criticar menos a los demás, que nadie es perfecto.

—¡Gaaaahhhh!

Lalo se lanzó a Anabel. Ella chilló e intentó escaparse corriendo pero, dado que estaban buceando, el proceso fue mucho más lento de lo normal. Es difícil correr riéndose, como ya sabías, y es difícil reírse estando bajo el agua usando habilidades mágicas para la respiración subacuática, como lamentablemente no sabías, así que los resultados fueron bastante graciosos. Entonces, con toda la aptitud de una piel de plátano poniéndose en un palo de pogo para pasar por una pendiente plagada de petróleo, Lalo perseguía a Anabel en una caza a escasa velocidad por las algas y las aguas del estanque Xerman.

Mientras tanto, detrás de una puerta que ponía Pablo Sadía Riesgo CEO, Pablo Sadía Riesgo se arremangaba la camisa.

La jornada de Pablo estaba llegando a su fin, y dada la jornada que había sido, este momento no podría haber llegado demasiado temprano para él. Apagó el ordenador, la radio y el telégrafo, pero antes de que pudiera seguir lo llamó su secretaria M.a Mari.

M.a Mari era una empleada con la que siempre se podía contar, y por eso le sorprendía tanto a Pablo que lo llamase. Pajes del oficio, pensó, y miró el horario tallado al lado del teléfono; los viernes, la última llamada del día estaba programada para las 13.53.45.10.03. Pablo echó un vistazo a su reloj: ya eran las 14.58.30.00.00, más o menos. Estrechó una mano recelosa sobre el teléfono y presionó el botón del interfono.

—¿Sí?

—Disculpe la molestia, señor Sadía, pero es que ha venido el señor Juan Cebollino a verle. Dice que tiene que comentarle a usted algunas cosas importantes antes del fin de semana.

—¿Cebollino? —Pablo suspiró—. Vale, dile que pase dentro de un momento.

—Muy bien —contestó M.a Mari lindamente.

En la recepción, la secretaria se giró 157º en su silla y cogió un reloj de arena etiquetado «momento», el cual colocó boca arriba en su escritorio. Invitó al visitante a que se sentase en la sala de espera y se inclinó para observar cómo los granos de arena fluían lentamente a la base del reloj.

Mientras tanto, en su despacho, Pablo se somangaba5 la camisa. Luego se la quitó y bajó la tabla de planchar. Su plancha pendía de un gancho en la pared, siempre enchufada y lista para usar. «Menos mal que no le había hecho caso al inspector del cuerpo de bomberos y a todas sus paranoias sobre los riesgos de incendio y demás», pensó mientras cogía la plancha. En tres fli-flis (que son seis flis en total) y tres planchazos, restauró sus mangas a un estado presentable. Se abotonó la camisa y se la remetió por debajo de los pantalones. Se miró rápidamente en el espejo y pensó: «Prácticamente inmaculado. Tendrá que valer».

—¡Hombre! ¿Qué hay? —Juan Cebollino abrió la puerta con una sonrisa6—.

Siento interrumpir así, pero quería ponerte al día de las conclusiones de la reunión de directivos de hoy. Ya me quito de aquí.

—Ya sabes que siempre me fío de tus consejos, Juan, pero llamar a Quito desde el despacho me sale carísimo. Es que no tengo nada contratado para las llamadas

internacionales —dijo mientras le daba la mano—. ¿Cuál es el prefijo telefónico? ¿593?

Indicó con la mano que Juan tomase asiento. Aunque hacía todo lo posible para ocultarlo, a Juan se le escapaba un ademán angustiado que mostraba que había pillado la broma. Pablo se quedó esperando hasta que ya era evidente que le haría una hemorragia antes que gracia, y entonces continuó.

—¿Te apetece un café?

—Venga, si te vas a tomar uno.

—¡Hombre, claro!

Pablo fue a la lavadora y le echó un fardo de trapos manchados. Cerró la puerta de la máquina y abrió la bandeja del detergente, en la que depositó quince cucharadas de café soluble. Al compartimento del suavizante, le echó azúcar blanco. A los botones les dio un buen giro de los que ya no se ven, a las teclas les dio unos toques de toda la vida, y la máquina empezó a funcionar. Acariciando la lavadora, Pablo dijo:

—No hay nada mejor que un buen colombiano de tueste natural hecho al programa para lana.

—Desde luego, aunque he de reconocer que últimamente la mujer me tiene enganchado al programa para algodón con prelavado —comentó Juan, observando cómo los trapos rodaban y se revolcaban, danzando dentro del electrodoméstico—.

Sobre todo si le echas un buen torrefacto. Con su centrifugadito... ¡Mmm...!, —exclamó mientras se besaba las puntas de los dedos—. ¡Espectacular!

—Sí. Son estos momentos cuando realmente se echa de menos los pródigos excesos de los noventa, ¿verdad? —dijo Pablo, que sentía cierta nostalgia agridulce.

Pitó la máquina y Pablo abrió la puerta, inhalando profundamente el aroma del café.

—Era una pasada, ¿te acuerdas? Paredes enteras llenas de estos cacharros,

zumbando y retumbando ahí en las reuniones de directivos.

Tintinearon las tazas de porcelana cuando Pablo las bajó de una estantería sobre la lavadora y las colocó en una bandeja con servilletas y cucharillas. Usó tenazas para extraer los humeantes trapos de la máquina y los escurrió uno a uno sobre las tazas hasta llenarlas. Pablo se dirigió de nuevo a su invitado.

—¿Con leche?

—Sí, un poquito.

—Venga.

Sacó su taza de medir y la llenó hasta una línea que ponía «poquito», y la vertió en la taza de Juan. Puso la bandeja en su escritorio y se sentó.

—Bueno, ¿qué te cuentas? ¿Qué ha pasado hoy en la reunión?

—Pues, verás, como ya sabes, algunos compañeros míos son de la opinión de que el mundo se acabará el día veintiuno de diciembre de dos mil doce. Calendario maya, apocalipsis inminente...

Juan dio un sorbo al café y frunció los labios, impresionado por su delicado y matizado abanico de sabores.

—Zombis también, por ventura. Depende de a quién preguntes. En fin, los del departamento de marketing han propuesto una edición Apocalipsis para las agendas de 2012. Calculan que, solo por eliminar los últimos diez días de diciembre, podríamos ahorrar centenares de euros en gastos de producción.

Pablo asentía con la cabeza y sonreía.

—Escúchame Juan, te voy a decir una cosa. Hace unos cuarenta años, monté este modesto imperio de agendas y calendarios desde los cimientos. Desde los cimientos, ¿me entiendes? —Removía su taza de café para darle un aire pensativo al momento.—¿Y sabes lo que aprendí?

Juan sacudió la cabeza.

—No, jefe, me temo que no.

—Cuando construyes un edificio desde los cimientos, lo último que se construye es el tejado.

Removió el café. Se endureció su tono de voz.

—Nos gastamos un dineral en paraguas aquel primer año.

—Tuvo que ser muy duro —dijo Juan, solemne.

—Demás está decir que despedí a ese arquitecto, Juan. Lo eché a la calle, pero bien. Se quedó tan parado que la gente que pasaba por la calle pensaba que era una de esas estatuas vivientes. Así que bajé y lo eché a otra calle, y cuando la gente empezó a echarle unas monedillas, lo cogí y lo eché al callejón. No lo dejo trabajar ni en B. Lo último que sé de él es que trabaja haciendo castillos de arena en la playa, cobrando en C.

Pablo se quedó ensimismado durante unos segundos y luego siguió.

—Al final escarmentamos los dos. Aprendí una lección muy importante aquel día...

Juan, a la expectativa, se inclinó hacia adelante. Pablo colocó su taza en el escritorio y concluyó:

—Pues eso. Vamos a probar con esta edición Apocalipsis. Apostamos por el medioambiente y todo eso, ¿sabes lo que te digo? Una agenda más fina, más ligerita. Un apocalipsis más ecológico, más verde. Así todo el mundo sale ganando.

Juan se apuraba en apuntarlo todo.

—Sí, señor. Muy bien, jefe. Enseguida lo notifico a los demás.

—Espléndido. ¿Algo más?

—No, ya está.

—Vale, ¿comenzamos entonces el fin de semana?

Pablo se arremangó la camisa por segunda y última vez en el día.

—Anda, tira para casa, que te espera tu familia. Cierro yo.

—Muchas gracias, jefe.

Llamó a M.a Mari por el interfono y le dijo que ella también podía irse.

—¡Pase muy buen fin de semana, señor Sadía! —dijo mientras recogía sus cosas.

—Cuenta con ello. Digamos que voy a darlo todo con el alpiste.

Pablo cogió un saco de cuarenta kilogramos de pienso, se lo echó sobre el hombro, llenó la cafetera con su arábica etíope preferido y eligió «lavado intenso» encendiendo el botón «Quitamanchas», de modo que un café bien fuerte le esperase ya el lunes a primera hora. Apagó las luces, cerró las puertas con llave y salió con zancadas alegres al aparcamiento, donde le aguardaba su coche.

—Bueno, Sedaniel —dijo, tocando el techo de su amado vehículo—. Vámonos.

Abrió la puerta del copiloto y tumbó el saco de pienso en el asiento. Ajustó el cinturón de seguridad y, en cuestión de segundos7, estaba al volante y de camino.

El volante de Pablo llegaba grácilmente al parque a la par que llegaba el conductor. Aparcó, desabrochó el saco y lo sacó del coche. Cogió su maletín y, con amplio entusiasmo y su mano libre, Pablo se llevó la provisión de pienso acarreándolo a su banco favorito. Colocó el maletín a su lado y abrió el saco con una navaja. Lo volcó y arrastró el lado abierto por el suelo, diseminando las semillitas en lo que pudiera describirse como una duna de pienso de un metro de largo. Enrolló el saco, ahora ya vacío, y lo lanzó a un cubo de basura cercano. Antes de que el saco pudiese llegar al fondo del cubo, Pablo ya estaba sentado tranquilamente en el banco con el periódico en la mano. Leyó la sección de noticias locales. El titular anunciaba: «Los bancos vuelven al parque». Luego, leyó la sección de economía. El titular anunciaba: «Los bancos vuelven al parqué». Luego leyó la sección de medioambiente, que hablaba de todo lo que estaba relacionado con los bancos, litoralmente. Después, pasó las páginas hasta hallar un fascinante artículo sobre las modas de diseño interior, cuyo titular anunciaba: «Los vascos vuelven al parqué».

Lo que empezó como una vaga cacofonía de arrullos, ululaciones, trinos, gorgoritos, graznidos, gañidos, gorjeos, crotoreos y píos en la distancia se intensificaba conforme las aves se aproximaban. Se oían cisnes, cigüeñas, cuervos, canarios, patos, palomas, gansos, gaviotas, golondrinas, gorriones, perdices y codornices, hasta una familia de búhos que había madrugado para poder acudir. Una bandada de faisanes oteaba el festín desde arriba, sobrevolando. Pablo se echó un poco de pienso en las palmas de sus guantes de cetrería y persuadió a uno de ellos para que se bajase a picar algo, cosa que, según la sabiduría popular, aumentó su valor por un factor de cien. Tras solo unos pocos minutos de descanso, parecía que Pablo ya estaba recuperando su astucia habitual. Observaba cómo el faisán picoteaba, plácidamente posado en su pulgar.

Sentía que su energía y su fuerza volvían a él, como si su cerebro acabara de encontrarse a sí mismo tumbado en el sofá de su cráneo a eso de las seis, con los créditos de un documental de La 2 de fondo y la cara completamente babeada. Lo único que necesitaba ahora era un sueño reparador; con eso podría estar al cien por cien el sábado por la mañana. Como todo siguiese así, estaría al quinientos por cien el lunes, es decir, a su nivel normal de funcionamiento.

El faisán terminó de comer y salió volando, abanicando a Pablo mientras limpiaba las semillas sobrantes de sus guantes. No estaba a tope, eso sí, porque entonces no habría cogido semillas de más, pero le placía saber que estaba volviendo a la normalidad. Silbando una armonía de alegría en clave de contento, cogió una piedra plana del suelo al lado del banco y la lanzó al estanque, donde rebotó cinco o seis veces.

—Bueno, creo que ya se puede decir que esta obra se ha terminado —dijo Lalo, haciendo el gesto de quitarse el polvo de las manos.

Se detuvo al darse cuenta de que el polvo no se pega a las manos debajo del agua, y pensó que este aspecto del trabajo le parecía bastante conveniente. Retrocedió hasta el borde del fondo del estanque y evaluó la creación que yacía ante él.

—No ha salido mal, ¿eh?

Anabel se puso al lado de Lalo, tras haber cogido la botella de cristal para que pudieran llevarla al contenedor de vidrio de vuelta a casa.

—Mejor de lo que esperaba, la verdad.

Lalo le pasó un brazo por la espalda mientras contemplaban el fondo del estanque, cuyas piedras estaban colocadas en orden de tamaño y color de clara a oscura. Ahora el estanque Xerman tenía más encanto aún, pensó Lalo, y también ayudaba el hecho de que solamente él y Anabel pudieran disfrutar del secreto. Las aguas eran demasiado profundas y turbias para poder ver las piedras desde la orilla y nadar en el estanque Xerman, aunque perfectamente seguro y bastante placentero en verano, era algo que los del pueblo nunca se habían planteado, ya no digamos probado. Ya sabes cómo son.

Anabel dio un suspiro dichoso, soplando un racimo de burbujas por su sonrisa.

—Este es un trabajo bien hecho y un «nosotros mismos» superado, Gonzalo. Es una auténtica pasada.

—Totalmente de acuerdo —respondió Lalo, asintiendo con la cabeza.

Justo entonces, una piedra se hundió lentamente desde la superficie y aterrizó a unos pasos de los chicos, entre piedras de tamaño y tono totalmente distintos.

—No, allí no se puede quedar —Anabel frunció el ceño.

—No te preocupes, estoy en ello.

Lalo se fue a por la piedra intrusa, andando con cuidado para no estropear la obra. La cogió, la examinó, y exclamó:

—¡Hala! ¡Mira qué guay!

Se la llevó a Anabel para mostrársela y le dijo:

—No me lo creo. Es una piedra perfecta para rebotar en el agua. Bien plana, lisa, fácil de coger... ¡Pedazo hallazgo! Me la quedo.

—Qué morro —dijo Anabel, algo envidiosa. Luego miró la botella en su mano y añadió:

—Si esa piedra tiene un mensaje dentro, jamás te lo perdonaré.

Lalo se rió. Se agachó para quitarse las zapatillas de cemento y las almacenó bajo una alfombra de algas.

—Deberíamos ir al puesto de la mafia siempre que vayamos al mercadillo, ¿no crees? Bueno, venga, vámonos.

Lalo se agachó de nuevo y esta vez saltó, deslizándose por el agua. Llegó a la superficie y, unos segundos después, Anabel apareció a su lado, frotándose los ojos con sus limpiaparabrisas manuales.

La súbita aparición de dos personas en medio del agua le resultaba extraña a Pablo, principalmente porque no se nadaba en el estanque Xerman, pero también porque no los había visto entrar en el agua en primer lugar. Observaba mientras salían corriendo hacia una manta y se envolvían en toallas. Pablo se quitó los guantes de cetrería etcétera y se comentó a sí mismo: «Madre mía, pero qué toallas más suavecitas...» Mientras admiraba la impresionante suavidad de las toallas, algo le llamó la atención. A Pablo nunca le fallaban los ojos, especialmente no su ojo dominante. A lo largo de su infancia, mejoró gradualmente la agudeza de la vista de su ojo dominante hasta lograr la agudeza visual total, y luego alcanzó una mayor nitidez cuando dejó de llevar el parche puesto.

En pocas palabras, aunque quince metros les separaban, Pablo estaba seguro de que la piedra en la mano del chaval era la mismísima que había lanzado al estanque hacía unos minutos. Fue una demostración de destreza asombrosa. Pablo abrió su maletín para apuntarlo en su cuaderno. Por casualidad, al abrir el cuaderno, encontró una de sus listas y, por una casualidad mayor todavía, debido seguramente y exclusivamente a su actual estado de fatiga, Pablo cometió un pequeño aunque significativo error.

Ojeó la página. «Ah, claro, mi lista de cosas que hacer», pensó. Lo que no había advertido era que, en realidad, estaba mirando su lista de cosas que no hacer.

«1. Correr riesgos», ponía. Ya que desobedecer las listas de cosas que hacer no era lo suyo, Pablo se levantó del banco. Se arregló la corbata, dobló el periódico, asió el maletín y empezó a andar. No conocía ningún sendero por esta zona del estanque que le pudiera llevar al misterioso gran recuperador de rocas y su socia, pero si eran la mitad de eficientes al secarse que lo eran en recuperar rocas, Pablo no tendría tiempo para buscarlo de todas formas. Con un mordisco de concentración en el labio inferior, Pablo pisó el barro y la arena empapada que bordeaban el estanque. Su zapato se hundió en la tierra produciendo un ruido no muy distinto al que se sufre al vaciar un bote de salsa de tomate de golpe. Reprimiendo el asco, se mordió el labio inferior un poquito más fuerte y siguió adelante, agarrando los juncos más altos para mantener el equilibrio mientras atravesaba pesadamente el fango. Empezaba a cogerle el truquillo. Estaba salvando mucha distancia hasta que, en un lapsus momentáneo, pisó una zona de hierba resbaladiza. Dentro de un gimnasio, llevando puesto un leotardo, probablemente hubiera pasado por una danza interpretativa, pero en la orilla de un estanque, vestido de traje, solo parecía un hombre cayéndose boca abajo en la hierba. Se puso de rodillas, se quitó el polen del bigote soplándolo y empezó a morderse ambos labios a la vez. Todavía no se le había agotado la fuerza de voluntad. Seguía hacia adelante, porfiando por cruzar este flan de tierra y fango con helado de lodo al lado, hacia la nata de matas que marcaba la meta. Iba pudiendo por el pudding yendo paso a paso, muy despacio, hasta un cacho de tierra escarpado, muy alto y mucho menos erosionado, a raíz de unos árboles que se habían arriesgado a arraigar allí arriba el verano pasado.

—Croac —dijo una rana cercana.

—¡Shhh! —Pablo la acalló con una mirada severa y un dedo apretado sobre su boca.

Ahora, cuando volvió a morderse los labios, también se mordió las mejillas.

Ahora masticaba la mayor cantidad de su cara posible; su nivel de determinación estaba al máximo. Oyó voces justo detrás de la fronda y subió el muro de tierra arrastrándose hacia ellas, tirando de las raíces e impulsándose prado arriba. Examinando la zona en busca de algún escondite, se conformó con un conjunto de cardos cárdenos. Le hubiera gustado descartar cardos cárdenos, claro, pero del dicho al hecho hay un trecho, y dado lo trabalenguas que era eso, aun decirlo le quedaba bastante lejos y necesitaba estar ya al acecho. Ya no se escuchaban las voces; Pablo temía que estuviesen a punto de irse.

Guardó el periódico debajo del brazo e irrumpió en el follaje. Las ramas le arañaban, le rasgaban la ropa, pero lo sobrellevaba. Los pinchos le agarraban, se le hincaban en la cara, pero no se rendía. Hojas suaves y revestidas de rocío le lamían las extendidas manos, pero no cedía; avanzaba centímetro tras centímetro hasta llegar al otro lado.

Nada más aparecer en el prado, percibió en su visión periférica la franja de luz blanca de un periódico enrollado. ¡ZAS! Le dio con la precisión de la katana de un samurái. Se cayó de rodillas, pero pudo convertir el ímpetu en una voltereta lateral. Se paró de espaldas y esgrimió su propio periódico justo a tiempo para bloquear el siguiente golpe del atacante. Su mente iba a cien, pero fuera de su cabeza, el tiempo pasaba poco a poco, en reposo, lento del todo, como el niño mestizo de un baboso moroso y un oso perezoso. La adrenalina afluía a su cerebro y a sus músculos. La hierba esmeralda se decoloró, tornándose plomiza. Su mirada revoloteaba a su alrededor en busca del asaltante. Pablo se lanzó a un hueco estrecho entre dos setos y rodó entre ellos.

Una bandada de cuervos que estaba en los setos se echó a volar, envolviendo a Pablo en una vorágine de lóbregas plumas de color azabache mientras se levantaba en la postura de kung fu llamada «paraguas abriéndose». Frenético, buscaba hasta la más pequeña pista, cualquier fragmento de información que le pudiera ayudar a capturar una respuesta. El primer golpe había sido excepcionalmente fuerte; le había chocado con la fuerza del periódico de los domingos con todos los suplementos y folletos dentro. «Solo estamos a viernes», pensó. «¿Me estoy enfrentando a un enemigo del futuro?» Se puso de pie de un salto y miró su periódico, que pendía destrozado y flácido del puño. Lo arrojó al suelo y se preparó para el combate. Él y un ratoncillo que observaba se giraron la cabeza hacia unas hojas que crujían en el follaje. El ratoncillo roía una bellota nerviosamente, Pablo se levantó las manos en posición de pelea y Anabel salió de entre las plantas pareciendo bastante decepcionada.

—Tenías razón —gritó hacia la fronda—. No era un duende.


  1. N. del T. Medida del sistema imperial que equivale aproximadamente a 500 mL de paraíso. 

  2. De hecho, se dice que la mayoría de los magos fracasan por decir, por descuido, habracadabra con h, lo cual, por supuesto, anula todo el valor mágico de la palabra. 

  3. Tiene un sonido difícil de describir o dibujar. Es un pitido especial que no se puede escuchar de despertadores normales, parecido al bip bip normal, pero más sofisticado. Es un bip bip VIP. 

  4. Lo primero que hicieron fue guardar dos horas de digestión, claro. 

  5. Somangar es lo contrario de arremangar, por si nunca has montado en caballo. 

  6. Aunque en realidad usó la mano, no la sonrisa. 

  7. Cuestión cuya respuesta es 0.00.12.57.81, según el reloj de Pablo. 

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The Ups and Downs of Almost Dying

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